La novela negra en su vertiente más
genérica, la menos social y desde luego la menos clásica, se está viendo
invadida por los “asesinos en serie”.
Antes leías una obra de este género
y te encontrabas una actividad delictiva del tipo que sea (robo, homicidio,
violación, etc…) que suponía una indagación profunda del entorno de la víctima,
de lo sucedido, de los hechos… del día a día en las comisarias o en la vida de
los protagonistas.
Hoy son asesinatos en serie. Uno
detrás de otro (de ahí lo de “en serie”). Sin más. Los policías se dedican a ir
detrás del asesino recogiendo cuerpos (asustándose ante la aparente dureza del
crimen cometido, ante la perversidad humana, ante la maldad singular de cada
uno), de forma continuada hasta que una pista, un descuido o una idea brillante
desatasca el proceso.
Los “asesinos en serie” se están
comiendo las distinciones entre las distintas ramas de la novela negra,
desdibujando las fronteras territoriales.
Hasta hace unos años, un autor nórdico
ofrecía una visión singular de la sociedad en la que se desarrollaban sus
tramas, acercando al lector a una concepción de la vida totalmente distinta a
la del lugar en el que vivía.
Del mismo modo un detective del
sur de europa (Montalbano, Brunetti, etc…) mostraba las costumbres de la
cultura mediterránea (el gusto por la vida, el buen comer, el aire libre,
pasear, etc…) y los estadounidenses explicaban los problemas de una sociedad
mucho más convulsa y deshilachada de lo que ellos mismos están dispuestos a
reconocer.
Pero, como digo, en algún momento
de los últimos años se empezó a generalizar la temática del asesino en serie y
se empezaron a homogeneizar las propuestas.
Da igual el espacio físico, los
caracteres de los personajes, las costumbres regionales… nada importa. Todo se
reduce a Asesino, perseguidores, muertos, forma de matar (que es donde está la
diferencia) y posibilidad de un giro
argumental que sorprenda al lector y deje a demás buen sabor de boca.
Son momentos para James Patterson
y Jeffrey Deaver y para los guionistas de series televisivas de éxito en
detrimento de Karin Fossum, Lorenzo Silva, Deon Meyer… el consumo masivo y el
producto enlatado sobre la elaboración y el sabor original.
Es lo que toca.
Esta segunda entrega del “Grupo A”
( o de la serie de Paul Hjelm), escrita por Arne Dahl, se circunscribe un poco
en ese movimiento.
Cuenta a su favor con un
protagonismo mas colectivo que permite alguna variación adicional y un pequeño
guiño a la intimidad y el saber estar de los personajes, con un protagonista
menos definido y algo menos estereotipado, pero cada vez más alejado del
Wallander de Henning Mankell (que ya atisbó varios asesinos en serie en sus
novelas pero que siempre reflejó la evolución de su sociedad).
En “El que siembra sangre” la
novela discurre en Suecia como podría hacerlo en cualquier parte del territorio
yanqui.
Nada hay del entorno y la
sociedad sueca (que por ejemplo si se atisba en “El detective moribundo” de Leif
G.W. Persson), de los personajes profundos que reflejan la sociedad que habitan
y su distinta forma de entender la vida (como el Konrad Sejer de Fossum) o las
tramas elaboradas, bien construidas y fuera de los arquetipos habituales (con el
inigualable Harry Hole de Jo Nesbo).
Aquí nada de eso aparece y la
distancia con la novela europea a la que estábamos acostumbrados está cada vez
más marcada.
Es la fórmula genérica, en la
idea de la construcción de una novela negra estándar, casi unidimensional, que
es lo que se estila estos días (bendito Lorenzo Silva que no se deja llevar por
modas y publica “Los cuerpos extraños”).
Habrá a quien le baste con los
dos giros que da la novela para decidir que es una gran novela. Yo pido algo más,
algo distinto, algo que no sepa a “lo mismo que siempre”, por bien escrito que
pueda estar el libro.