Debo mucho a Donna Leon, Patricia Cromwell y Henning
Mankell. Fue por ellos que se despertó mi interés por la novela negra. Quien
hasta entonces sólo leía fantasía y ciencia-ficción se dio cuenta de que ese
“otro” género que hasta entonces sólo había rozado de la mano de Dashiell
Hammett o de personajes como “Ataud Johnson” y “Sepulturero Jones”, podía
ofrecer mucho más de lo que había imaginado. Desde entonces son bastantes las novelas del género
que he leído, variando los autores pero procurando mantenerme tan fiel a los
que me gustan como las editoriales, las circunstancias y mi economía lo han
permitido.
Del tren de Cromwell me apeé
hace algún tiempo porque me tenía un poco saturado pero siempre reconoceré su
mérito, fue ella quien me adentró en de las prácticas forenses y las técnicas
de laboratorio. Mankell permanece sagrado aunque mis visitas se han ido espaciando
conforme pasaba el tiempo porque a veces (por triste que suene) uno elige dejar de saber para poder seguir
viviendo su vida sin miramientos. Su última novela protagonizada por Wallander
permanece en la estantería cogiendo polvo simplemente porque, como ya he
comentado en alguna otra ocasión, no me atrevo a cogerla. Es “la” despedida y
sé que con ella termina una época, no sólo de Mankell también
mía y quizá, sólo por eso, espero y aguardo esperando a encontrar el momento en
que esté preparado.
En cuanto a Donna Leon…
Donna Leon era la única visita anual obligatoria que
tenía puesto en mi calendario. Según iba terminando el año comenzaba a mirar en
las páginas de distintas tiendas a la espera del anuncio de su nueva novela.
Fiel a su cita, como siempre, a principios de enero aparecía la siguiente y yo
acudía fiel a su encuentro. No importaba que fuese la edición normal y no la de
bolsillo, a fin de cuentas era Donna Leon… al menos hasta ahora. Este año he
alargado el proceso más de lo habitual. Casi medio año de aplazamiento… no podía
ser buena señal.
Como pasó con las anteriores entregas he tenido la sensación de
que a ésta le faltaba le faltaba punch.
Ese que a otros autores parece sobrarles a espuertas estos días. Por ejemplo,
un-dos-tres, responda otra vez: Gianrico Carofiglio.
Lo fácil sería asumir que es muy difícil escribir veintiuna
novelas (¡que se dicen pronto!) con un mismo personaje y mantener en todas
ellas el mismo nivel pero lo cierto es que, como sucede con cualquier refresco
con gas, Donna Leon ha ido perdiendo algo conforme se iban sucediendo sus novelas.
Habrá quien tras leer esto pensará algo así como
¡*****, si es que la mujer tiene setenta años, ¿qué esperas?! Un argumento que
podría ser válido si actualmente no dispusiésemos de ejemplos claros y
manifiestos que desvirtúan esa opinión. Por ejemplo, Petros Markais, autor muy
comentado en este blog, a pesar de ser también septuagenario ha ido ganando
fuerza conforme iban avanzando sus novelas (mayor crítica social, mayor
compromiso, mayor lucha…) o Camilleri que no sólo saca diez años a los dos
anteriores sino que, encima, compite en volumen de obras con la autora
norteamericana…
Entonces, ¿qué? la verdad, no lo sé. Supongo que puede haber
explicaciones de todo tipo. Es posible que Leon vea a Brunetti como un
instrumento para recaudar los fondos
necesarios para llevar a cabo otros proyectos que le apasionen más, de hecho,
si no recuerdo mal, en una entrevista de hace mucho ella misma explicaba
que su gran pasión era la ópera y sus librors la forma en que
podía permitirse seguir adelante con ese otro proyecto personal. Otra opción, que
se puede sumar a la anterior, es que la realidad
actual española se asemeja ya tanto a
la que ella narra en sus novelas que parte del encanto y misticismo de
la mafia, la corrupción y política se han perdido. Han dejado de ser “algo
curioso” para convertirse en una narración de la pesadilla cotidiana que puedo contemplar con escuchar la radio, la televisión o a mi compañero de trabajo. O, tal vez, es que con los años me estoy volviendo tan perro como todo el mundo dice y ya no me
conformo con nada. Sea una cosa, sea la otra o sea un poquito de las tres, lo
cierto es que la sensación global que me deja esta última novela es de estancamiento.
Y si sólo fuera eso… pero es que en el camino el lector ve como poco a poco va perdiendo a Brunneti, Vianello o Elettra. Todos han ido dejando su sitio a otros personajes con el mismo nombre,
cada día más lejanos, más ajenos. Como Peter
Pan (sí, el personaje creado por J. M. Barrie), los personajes de Donna Leon parecen haber perdido su sombra y con ella su esencia, lo que les hacía únicos y entrañables. Aquí, por desgracia, parece que ha sido la propia Wendy la
que se ha encargado de quitársela.
Recuerdo las 10 primeras novelas de la serie como
si las hubiese leído ayer. Título, trama e incluso las sensaciones (por vagas que
fueran) que en un momento dado pude experimentar durante su lectura. Brunetti
me hacía sonreír, preocuparme o incluso experimentar una rabia incontenible
ante la injusticia que estaba
contemplando. La escenificación perfecta de ese dicho sobre la amistad que dice
algo así :
“si ríes, río
contigo
Alégrame tu
contento,
Lo mismo que
sientes siento,
¡y me llamas
mal amigo!”
Con el crecía, avanzaba y maduraba. Envidiaba su
relación con Paola y quería tener, un día cercano, hijos como Chiara. ¡Ojalá
pudiese tener cerca a alguien como Pucetti o la signorina Elettra y no
existiesen personajes como el Vicequestore Patta en el mundo!. Leer
a Donna Leon era sentir e identificarse, siempre con ganas de más. Pero ahora todo eso que le caracterizaba parece haberse ido, ha envejecido y con ello parece haberse resignado.
No sé cuantos de los que leen este post habrán
visto Big, la famosa película
ochentera en la que un crío, de la noche a la mañana, veía hecho realidad su
deseo de ser adulto (reencarnándose dentro de un todavía joven Tom Hanks). La sensación de libertad que el niño
atribuye siempre a la idea de “ser adulto” se va diluyendo y poco a poco,
conforme llega la necesidad de afrontar las consecuencias de sus actos y la
obligación de asumir sus responsabilidades, la inocencia va dando paso a la
madurez.
Como si de una hipotética película llamada “Little”
se tratase, da la sensación de que durante los primeros años de la serie Donna
Leon disfrutó de la posibilidad de volver a sentirse joven: disfrutando los
paseos, la comida, el tiempo, la familia pero también de la lucha, el
compromiso y la crítica mordaz. Pero, una vez pasada la euforia inicial y los años iban transcurriendo, da la
sensación de que la edad real se ha
impuesto y el efecto ha sido qel envejecimiento de su personaje. Sus
deseos cotidianos se han ido convirtiendo en los de Brunetti y así este parece
querer tranquilidad y poder disfrutar del tiempo que tiene por delante, sin mas. Hoy Brunetti tiene
las características de un hombre mucho mayor de lo que, en principio, es y ese desajuste en la pieza
que hace girar toda la maquinaria convierte el resto del conjunto en algo
disfuncional. Al
pararse su protagonista lo hacen también quienes están a su alrededor, que poco
a poco van perdiendo su chispa.
Duele ver como ahora se limita a enunciar ciertas injusticias (por ejemplo, la violencia doméstica), en lugar de (d)enunciarlas. Pesa
(y mucho) tener la sensación de que, en cierto modo, ha bajado los brazos (nuevo simil pugilístico, ¡y ya van dos! ¿Será que el deporte (Wimbledon,
Eurocopa, Juegos olímpicos…) flota en el ambiente…?) y se limita a amagar y
marcar los golpes esperando que al público le valga con eso. Incluso sus finales
han cambiado y la amargura que siempre impregnaba esos momentos, justo cuando
el sistema fallaba a la hora de perseguir al auténtico responsable, ha dejado de estar ahí. Ahora son complacientes,
ligeros, timoratos, lights,
y, lo más preocupante, intrascendentes.
¿Qué de qué
me quejo si ahora al menos el malo paga por lo que ha hecho? Pues de que no es
que el sistema haya mejorado, simplemente es que ella ha dejado de luchar. Ahora la
mirada se centra en la mediocridad más próxima, en lo fácil, en el cebo que siempre nos tiran para que
piquemos y miremos a otro lado y no a lo que subyace en el fondo. En “La palabra se hizo carne” hay un asesinato
y un (mas que probado) delito sanitario y contra la humanidad y sólo el primero
se persigue. El segundo, directamente, se relega al olvido para conseguir una
condena por el primero. Cierto que antes,
tras una larga investigación, “alguien” o “algo” habría detenido el proceso
contra los responsables del segundo caso o, en el mejor de los casos, habría
sido condenado un piltrafilla situado en la parte baja de esa particular pirámide alimenticia, pero siempre había
esperanza, lucha y una clara intención por mejorar las cosas. Ahora sólo queda
resignación.
Si la literatura se nutre de la realidad, ¿quiere
eso decir que lo que la autora está viendo en las calles es que todos hemos tirado la toalla?¿Acaso no hay salida?¿ ahora
mismo nos conformamos con las migajas que se nos ofrece, acostumbrados a vivir los tiempos que nos ha tocado y a aguantar con todo lo que
nos echen? Por si no fuese de por sí bastante malo tener la sensación de que es así, ahora ya esa realidad se empieza a reflejar en las novelas...
Dicen que el que no se consuela es porque no
quiere, y a mí, particularmente, no me gusta terminar los post con una
sensación negativa así que aquí va mi particular rayito de esperanza: tú no te
habrás dado cuenta pero es posible que hayas leído el primero de mis post en el que una palabra que empieza por “inter” y acaba por “sante”, no haya
hecho acto de presencia. ¡¡para que luego digan que los milagros no existen!!, jeje.
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