Siempre me ha llamado mucho la atención el periodo que se
conoce como Antigüedad clásica. Explicar el por qué puede resultar un
ejercicio bastante complejo, sobre todo si no me limito al clásico
(socorridísimo y quizás algo pomposo) "¡¡hombre, por qué va a ser, pues
porque son la cuna de la civilización occidental actual!!".
Debo reconocer que parte de mi interés y curiosidad si
tienen su origen en el hecho (innegable) de que las sociedades occidentales
actuales tienen en las culturas clásicas algo más que un mero referente. Si
alguien tiene alguna duda al respecto que se acerque a un estudiante en derecho
y le pregunte. Lo cierto es, que muchas, por no decir la mayor parte, de las
figuras y principios que rigen nuestro ordenamiento jurídico (y, por ende, por
mucho que le pese a la gente, nuestra sociedad) tienen su origen en la Roma
clásica (el principio "non bis in idem" o el "in dubio pro
reo", o figuras como la usucapio y el usufructo son algunos de los
numerosos ejemplos que se podrían poner aquí…). Pero mentiría si dijese que es
el único y principal motivo por el que giro mi mirada hacia aquella época.
Frente a la gente que disfruta estudiando la Revolución Industrial, las circunstancias que desembocaron en la Revolución Francesa o las causas de
la crisis económica del 29 (de mil novecientos, claro)... a quienes profeso el
máximo respeto (vaya eso por delante), yo, en mi búsqueda de evasión (no exenta de
aprendizaje en la medida de lo posible) prefiero un viaje mucho más lejano en
el tiempo, a un momento en el que la ciencia y la teconología, la visión del
mundo, de la religión y del propio ser humano, son (o eran) tan distintos a los
actuales que adquieren cierto matiz surrealista, un tanto fantástico. Lo cierto es
que dos milenios es tiempo más que suficiente como para sofocar cualquier posible similitud con el tiempo presente en mi cabeza.
Yo no sé si a la gente le pasa pero cuando leo, por
ejemplo, sobre la Inglaterra victoriana, no puedo dejar de comparar y contraponer
el “antes” y el “ahora” y no termino de desengancharme del momento presente. A
veces sólo quiero disfrutar y dejar a un lado los problemas y quehaceres cotidianos,
es entonces cuando me refugio en el mundo clásico, que es cierto que no deja de
ser un “antes más lejano” pero es precisamente en ese “más lejano” donde encuentro sosiego. No trae consigo la
carga de situaciones/tiempos/lugares más próximos. Y, además, ¡que porras! de vez
en cuando me gusta ver un poco de sangre, a gente luchando por su vida y la
subida de adrenalina cuando se avecina una emboscada…y no siempre estoy por la labor de esperar a que estrenen “Furia de Titanes 2” (y demás películas por el estilo) o a
que saquen una nueva versión del “God of War” para la consola.
Ahora bien, entre la amalgama de libros que sitúan el
mundo clasico en su punto de mira, ¿cuál se debe coger?.¡¡A mí, que nadie me mire!! No
tengo la receta mágica del éxito. Es más, mi sistema de selección (por llamarlo
así), no sólo no es extrapolable, sino que es muy cuestionable (un resumen
atrayente, un personaje histórico que me haya llamado la atención... a veces,
una mera y burda sensación o, por qué no confesarlo, una buena portada).
Al final, creo que lo que queda es tirarse al ruedo,
porque, en el fondo, resulta díficil justificar haber leído a Lindsay
Davis (y su Marco Didio Falco) y no haberse planteado nunca enfrentarse a “Yo, Claudio”.
Y cito la obra de Robert Graves como podría haber citado a cualquier otro de
los que se encuentra en ese saco que contiene mis descartes (¿temporales?), como
podría ser la serie sobre Roma escrita por Colleen McCullough o la reciente
"Trilogía de Escipión" de Santiago Posteguillo (aunque, esta última,
muy hábilmente, se la endosé a mi padre para que hiciese de filtro
previo...algo que, por cierto, no ha tenido a bien hacer).
Prefiero creer que hay narradores para todos los gustos y
que si hoy mi estantería cuenta con novelas de Lindsay Davis, Steven Saylor,
(el hoy citado) Simon Scarrow o Valerio Massimo Manfredi, mañana pueden asomar
cualquiera de los otros. Ya ha pasado en otras ocasiones, la última de la mano de la que para mí es, sin
duda alguna, la mejor novela salida de la pluma (o de la impresora de turno) de
Javier Negrete, "Salamina".
Lo cierto es que por H, o por B (retomaré un poco
el hilo del post) llegó a mis manos (la verdad sea dicha, fui en su busca), la
primera novela de la serie protagonizada por el joven Marco Licinio Cato. Que, a
diferencia de otras series, como la protagonizada por el crapula/espía/hilarante "Harry
Flashman" de George MacDonald Fraser o la que narra las aventuras del
"Sharpe" de Bernard Cornwell, no es una novela (o una serie) creada para
el lucimiento de su protagonista, sino un viaje iniciático y coral, que nos introduce en los entresijos políticos del Imperio Romano
pocos años después del nacimiento de Cristo. (¿Puedo añadir, aunque sea con
retraso, en el "pro" de las narraciones centradas en el mundo
clásico, el ser las únicas que permiten cambiar el d.C por un a.C cuando se
habla de referencias temporales?)
Scarrow sitúa su ficción histórica poco después del
intento de Escriboniano de reinstaurar la República (durante la regencia de
Claudio I), lo que explica el momento de gran
inestabilidad política que está viviendo el Imperio en ese momento, y,
además, se convierte en el elemento desencadenante que subyace en mucho de cuanto acontece en esta
primera novela, entre otras cosas (y no la menos importante) el que la Segunda
Legión Augusta, comandada por Tito Flavio Vespasiano, deba dejar su
asentamiento en Germania para formar parte de la fuerza invasora que intente
conquistar Britania.
Sus tres protagonistas (Cato, Macro y Vespasiano), que se reparten el peso de la
novela (aunque no de forma proporcional), son los elementos de los que se sirve Scarrow mostrar la situación
social de la época y como viven/ven/entienden/comprenden todo cuanto está aconteciendo
en la sociedad romana (y todo sin salir del acuartelamiento o de la vida
castrense) desde la distinta perspectiva que da su formación y situación social en una sociedad tan clasista como la romana.
Curiosamente, el joven Marco Licinio Cato, cuyo alistamiento resulta condición
indispensable para lograr la condición de liberto (un esclavo liberado), pese a su juventud, inmadurez e inocencia, no será (ni de lejos) el más ingenuo de los personajes. Obligado a cambiar las fiestas y las gestiones palaciegas por la dura
vida castrense y la limpieza de las letrinas, es el encargado de transmitir al lector ese
sentimiento de pertenencia y compañerismo que imperaba en las milicias romanas, pero, sobre todo, la gran importancia (y relevancia) que tenía el llegar a ser considerado "un hombre libre" por mucho que, en la busca de la libertad, uno debiese dejar atrás las comodidades y el confort de la vida en palacio.
Junto a Cato (y por encima de...) el centurión Macro, un curtido veterano que acaba de alcanzar el punto
álgido de su carrera militar, pero que vive con el miedo de que su analfabetismor, le llegue a costar el puesto. Un
personaje tosco y torpe (socialmente hablando) que no sólo sirve como exponente del sentir de la clase media/baja (los plebeyos), sino que, por encima de todo, actúa como mentor de Cato, mientras adereza (gracias a su “particular” forma de entender la vida) la narración con algún
momento cómico y entrañable.
Finalmente surge la figura de
Vespasiano, representante del máximo estamento social (los patricios), que nos imbuye en los tejemanejes políticos conforme él mismo se ve obligado a abrir los ojos a la dura realidad imperante en las altas esferas y a la despiadada lucha por
alcanzar un puesto de honor al frente de la sociedad romana. En esa maraña de
conspiraciones, secretos de Estado y espionaje, su mujer Flavia y el tribuno
Vitelio, los dos mucho más curtidos que el comandante de la Segunda Legión, parecen llamados a dar mucho que hablar.
La presencia de Narciso (liberto y mano derecha del emperador,
que deja una actuación memorable en la "arena", en la mejor demostración posible de cómo
la inteligencia es la mejor herramienta de un buen político a la hora de resolver ciertas situacioens); una
(más que interesante) explicación del (gran) peso que tiene el dinero para que un
emperador pueda permanecer en su puesto; la necesidad de nuevas glorias para
contentar al pueblo y una misión (no tan) secreta, completan una obra entretenida y
agradecida, cuyo estilo llano y poco recargado parecen un buen reclamo para atraer a
quienes suelen rehuír el lenguaje ampuloso y recargado con que algunos
autores recubren su "vasto" conocimiento
Personalmente me ha gustado. Mejorable, por supuesto. No me habría importado una "miaja" más de sangre y lucha pero, entonces, posiblemente se habría alargado más y me quejaría del gasto innecesario de papel (jeje). ¿Las hay mejores?
indudablemente (al menos por lo visto hasta ahora). Me remito a lo dicho varios párrafos más arriba:
"Salamina" de Javier Negrete, una obra redonda como pocas. Ahora
bien, éste última, es una novela suelta, independiente y, lo fundamental, "terminada". "El águila del Imperio", por contra, se engloba dentro de una serie, de la que (para más inri) no es más que el principio (con todo lo que eso supone), por lo
que mejor dejamos una valoración más profunda para cuando haya más elementos
de juicio.
Yo me quedo con que la próxima aventura transcurre en Britania. Con
eso ya me ha cautivado. Sólo me deja pregunta: ¿habrá druidas?. ¿¡¡Que qué
importa!!? Eso, el que se atreva, que se lo diga a
Uderzo y Goscinny si un día se los encuentra, porque, con un druida, unas gotas de poción
mágica, un tallador de menhires y un galo con "un buen par de
narices", consiguieron conquistar al mundo entero, jejeje.
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