viernes, 13 de mayo de 2011

Tiempo muerto

Me gusta Myron Bolitar y la serie que protagoniza. Posiblemente sea su polaridad, esa capacidad de mostrar dos caras totalmente distintas en apenas 20 páginas, el profesional preparado y frío, capaz de manejar las situaciones más complejas, siempre con un réplica ingeniosa en la punta de la lengua y el treintañero frágil, inseguro y herido en pleno proceso de maduración.
 
Frente a otros protagonistas de la novela actual, con una marcada “misión” en la vida, Bolitar es un personaje perdido, en reconstrucción, capaz de lo mejor y de lo peor. Toda la capacidad de la que hace gala como representante de jugadores o investigador privado queda relegada al olvido cuando se trata de hacer frente a conflictos personales.
 
Es en ese contexto en el que cobran importancia sus dos ángeles de la guarda, Windsor Horne Lockwood III y Esperanza Díaz. El primero, tiburón de las finanzas, dandy y asesino profesional, la segunda una exluchadora de wrestling, lesbiana y estudiante de derecho, que se abre paso en un mundo eminentemente machista.
 
Si la guardia pretoriana de los emperadores romanos velaba por su seguridad actuando también como elemento de control (amenaza), susurrando en su oído la ya celebre “Recuerda, César, que eres mortal”, los dos colaboradores de Myron Bolitar no son sólo compañeros de fatigas, también son los encargados de mantenerle “con los pies en el suelo” y de levantarle (sin un sólo "te lo dije") cuando cae.
 
Las oportunidades desaprovechadas y los “regrets” (esa mezcolanza entre la melancolía por lo perdido y la decepción por el fracaso) son una parte importante del carácter del protagonista, anclado en un pasado que en ocasiones le alcanza.
 
Si en “Motivo de ruptura” era Jessica Culven, el gran amor de su vida, quién irrumpía en escena poniendo patas arriba su mundo, en “Tiempo muerto” es la oportunidad de regresar a la liga de baloncesto profesional lo que altera el frágil equilibrio de su vida.
 
Para los nostálgicos de los tiempos pasados, que nos aferramos a los recuerdos buenos, dejando los malos en un segundo plano, soñando despiertos hasta el punto de alterar por completo la realidad de lo que “alguna-vez-fue”, ver al pobre Myron enfrentado a la dura realidad puede ser lo más parecido que encontremos a una catarsis personal. 

Dicen que “cuando los dioses nos quieren castigar, nos conceden nuestros deseos”, ¿será verdad?
 
Frente a los auténticos thrillers, con una estructura más clásica, capaces de llevar al lector a un estado de tensión/espectación que se mantiene durante toda la novela, la obra de Coben adolece de cierta simpleza y distanciamiento, con tramas secundarias cuya resolución tiende a agilizar (¿simplificar?) en demasía en pos de un mayor dinamismo.
 
Tampoco son propiamente novelas sociales, por mucho que su autor afirme lo contrario, pues aún cuando muestra algo del submundo que se alimenta de todo lo que mueve el deporte en Estados Unidos, lo hace de una forma sesgada, carente de la profundidad que habría sido deseable.
 
Si un día un autor como Don Winslow decide realizar un retrato detallista del mundo de las apuestas ilegales, la mafia y los representantes deportivos, estaremos ante una de las mejores obras que se hayan escrito (el tema lo merece), pero seguramente acabará dirigido a un público que busque algo distinto, más próximo al ensayo o al documental que a la novela al uso.
 
Las obras de Bolitar adolecen de muchas cosas, pero son entretenidas, dinámicas y divertidas. Pocos personajes son tan humanos como el creado por Harlan Coben y prácticamente ninguno padece la incontinencia verbal y la chulería que caracterizan a este personaje que habita en la ciudad de Nueva York. Si a eso unimos unas discursiones que van más allá de lo meramente teoríco en materia de legalidad, justicia y moralidad, es normal que sus novelas ocupen una buena posición dentro de ese espacio clasista en que se está convirtiendo mi estantería.